Mons. Gualberti: “estamos siempre en búsqueda, necesitados de corregir nuestro rumbo a la luz de Jesús.

HOMILIA DE MONS. SERGIO GUALBERTI

Domingo XXII, tiempo ordinario.

Santa Cruz, 30 de agosto de 2020.

Con este domingo, en nuestra Iglesia en Bolivia, iniciamos el mes de la Biblia, tiempo privilegiado para tomarla en nuestras manos, leerla, meditarla y conocerla más a fondo como nos invita el lema: Escucha la Palabra y camina”. Escuchar la palabra de Dios para hacerla vida y compañera de camino por las sendas del mundo, conscientes que esta opción puede acarrearnos incomprensiones y sufrimientos. Es justamente lo que pasa con el profeta Jeremías que se desahoga ante el Señor con una sufrida “confesión”, ya que el anuncio de la palabra de Dios le ha causado rechazo de parte del pueblo judío. En sus palabras se cruzan su “yo” doliente, su destino con el destino de Jerusalén y el de los que son perseguidos a causa de la fe.

Jeremías a lo largo de toda su misión profética sufrió en su cuerpo y espíritu el repudio, la persecución, el dolor físico y la lacerante contradicción del silencio de Dios. La vida de Jeremías fue una verdadera encarnación de la palabra de Dios, su ser estaba firmemente unido a su vocación y misión profética. Todas las vicisitudes, los sufrimientos y la condena a muerte son una evidencia de la suerte que las autoridades y pueblo judío reservan no sólo a él, sino a Dios mismo y a su Palabra.

Agobiado por esas pruebas, Jeremías llega a pensar que, en su relación con el Señor, ha actuado movido por una fascinación irracional y que Dios lo ha engañado y seducido con promesas falsas: “Tú me has seducido, ¡Señor, y yo me dejé seducir! Me has forzado y has prevalecido”. Imagen muy fuerte; el profeta está decepcionado porque Dios ha incumplido sus promesas, sobre todo porque lo ha hecho objeto de burla de parte del pueblo y lo ha dejado solo y abandonado. Él es un hombre con índole pacífica y sensible y, a pesar de resistirse, no puede callar y debe anunciar violencia, ruinas y desgracias para Jerusalén, la ciudad que ama. Por obedecer a la palabra de Dios, Jeremías sufre en carne propia esas profundas contradicciones, pero ha llegado la hora en la que todo se vuelve una carga demasiado pesada, por eso decide dejar su misión de profeta: “Me decía: «¡No pensaré más a Dios, no hablaré más en su nombre!».” El profeta, el hombre de la palabra llamado a ser portavoz de Dios, quiere olvidarse de aquel que lo ha llamado. Es la hora de la crisis más profunda, del desconcierto y del silencio del Señor.

Sin embargo y a pesar de su silencio aparente, Dios está presente en lo más íntimo del profeta con una fuerza incontenible: “Pero había en mi corazón come un fuego abrasador, encerrado en mis huesos; me esforzaba por contenerlo, pero no podía”. Esta confesión brota de la dramática experiencia del hombre de Dios, llamado a consumirse en el martirio cotidiano por aquella Palabra que quema en su interior. Y cuando está al borde de la desesperación, Jeremías experimenta la fuerza de la Palabra que lo atrae, lo transforma y lo empuja a retomar con valentía su misión, a pesar de las pruebas y el dolor.

El mensaje de Jesús en el Evangelio está en la misma onda de lo vivido por Jeremías. El Señor, no obstante esté consciente de la muerte que le espera, está por iniciar su último viaje a Jerusalén en cumplimiento del plan que el Padre le ha confiado. “Jesús comenzó a anunciar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que debía ser condenado a muerte y  resucitar al tercer día”. Jesús así aclara a los discípulos que el camino doloroso y humillante que está por recorrer, es el resultado de su misión llevada en fidelidad a la voluntad de Dios.

No obstante, Pedro no entiende lo que dice Jesús: «Dios no lo permita, Señor, eso no sucederá ». Cautivo de su idea de Mesías poderoso y famoso, él está convencido que no puede y no debe suceder que Jesús vaya a Jerusalén y que allá tenga que sufrir la pasión y muerte. Su lógica no encaja con la lógica del Señor, él no entiende el valor y fecundidad de la sencillez, la humildad, la renuncia, el servicio y el fracaso, vividos por amor a Dios. 

Ante estas palabras Jesús, que en la mañana había proclamado beato a Pedro por su profesión de fe, ahora, le increpa con dureza: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los  hombres«.  Paradojamente Pedro, roca y fundamento del nuevo pueblo de Dios, se vuelve obstáculo y tropiezo para el plan del Señor.

Nos debería hacer pensar el hecho que una persona, casi al mismo tiempo, pueda ser beata y diabólica y tener tanto inspiraciones sublimes como mezquindades vergonzosas. Esta ambigüedad es la que, a veces, pasa con nosotros seguidores de Jesús en el proceso de maduración en la fe y la vida cristiana. Nuestra inestabilidad y nuestros titubeos hacen dar miedo y son peligrosos para uno mismo y para los demás. A menudo, nuestra vida está separada de la fe, por esto nosotros y la Iglesia estamos siempre en búsqueda, necesitados de corregir nuestro rumbo a la luz de Jesús, camino, verdad y vida.

A continuación Jesús profundiza su pensamiento: «El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”.

Jesús, sin tapujos, nos dice que para ser sus discípulos y entrar en comunión con su destino hay que estar dispuestos a cargar la cruz, como Él, y aceptar el martirio.

Al respecto San Pablo, en la lectura que hemos escuchado, nos invita a seguir su ejemplo, a entrar en comunión con el destino de Jesús y a basar nuestra fe no en el poder humano, sino en el poder del Crucificado, el poder del amor, de la entrega y del servicio.

La entrega de nuestro ser y voluntad al Señor y la renuncia a nuestro yo y aspiraciones puramente terrenales, no son un fin en sí mismos o un puro ejercicio de penitencia y purificación, sino actitudes de vida orientadas a “encontrar” el “tesoro”, el reino de Dios que, aunque en germen, inicia en nuestra historia humana y va creciendo paulatinamente hacia la plenitud final.

Este proyecto de Dios, en su dimensión histórica, exige la opción por un mundo nuevo fundado sobre los valores y virtudes evangélicas y que abarque la humanidad y la creación entera, como nos recuerda la “Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación” que se celebra el 1ero de septiembre. No olvidemos que, todas las heridas al medio ambiente y a la biodiversidad son una real amenaza para nuestra salud y existencia, por eso como creyentes estamos llamados a orar al Dios de la vida y a poner nuestros esfuerzos para convivir en paz con la creación.

Jesús termina su enseñanza indicando que ninguna cosa en el mundo, por grande que sea, puede compararse a la realización de la propia vida llevada de acuerdo a la voluntad de Dios, por eso hace una advertencia: «El que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará.». Amén

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